martes, 17 de mayo de 2011

Textos sobre la lucha de la independencia 

1781. 18 de mayo. En la plaza principal del Cusco es ejecutado José Gabriel Condorcanqui. Al rebelde José Gabriel “se le sacó la lengua el verdugo, y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo, le ataron a las manos y pies cuatro lazos, y asidos estos a la cincha de cuatro caballos, tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes: -espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos no fueren muy fuertes, o el indio (sic) en realidad fuese de fierro, no pudieron absolutamente dividirlo, después de un largo rato lo tuvieron tironeando, de modo que le tenían en el aire, en un estado que parecía una araña. Tanto que el Visitador, movido de compasión, porque no padeciese más aquel infeliz despachó de la Compañía (desde donde dirigía la ejecución) una orden, mandándole cortase el verdugo la cabeza, como se ejecutó. Después se condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y los pies. Esto mismo se ejecutó con la mujer, y a los demás se les sacaron las cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos de (José Gabriel Condorcanqui) y de (su mujer, Micaela Bastidas) se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera, en la que fueron arrojados y reducidos a cenizas, las que se arrojaron al aire, y al riachuelo que por allí corre (…).
            El suplicio infinito, que hiela la sangre, tornó la figura legendaria del gran combatiente humanista, en la del más grande mártir de todos los tiempos (…) Amó profundamente a los hombres y se dolió de sus sufrimientos; por eso se alzó, y a su paso no dejó obraje sin hombres libres, ni prisiones con hombres justos. Abolió los repartimientos, la mita y la servidumbre humillante, y conjuró a todos los hombres que habían nacido en estas tierras a que con su esfuerzo se construyeran un país mejor”. (Roel: 368).
1781. 13 de noviembre. Es ejecutado Túpac Catari, en la plaza principal de La Paz, por el delito de buscar     la    libertad de sus hermanos de sangre. Su sentencia condenatoria dice:
            Condeno a Julián Apaza alias “Túpac Catari, en pena ordinaria de muerte y último suplicio y en su conformidad usando de las facultades privativas del Superior Gobierno de Buenos Aires, que me están trasmisas por esta Comandancia General, mando que sacado de la prisión donde se halla arrastrado a la cola de un caballo con una soga de esparto al cuello, una media, corosa o gorreta de cuero, y que a voz de pregonero se publique sus delitos a la plaza de este santuario, en que deberá estar la tropa tendida con las armas de su majestad, y convocarse (a) los indios concurrentes de las provincias, de modo que antes de la ejecución se les explique por mí lo agradable que será ésta a Dios y al Rey como propia de la Justicia y del beneficio y sosiego de ellos mismos, para que así se repare cualquier conturbación y recelo que pueda haber.
            Y que asido por unas cuerdas robustas, sea descuartizado por cuatro caballos que gobernaran los de la provincia de Tucumán, hasta que naturalmente muera y (luego) sea transferida su cabeza a la ciudad de La Paz, para que fijada sobre la horca de la plaza mayor y puesto de Quillquilli, donde tuvo la audacia de fijar la suya y sitiar los pedreros, para batirla bajo de la correspondiente custodia se queme después de tiempo y se arrojen las cenizas al aire. La mano derecha en una picota y con un rótulo correspondiente a su pueblo de Ayo Ayo, después al de Sica Sica, donde se practique lo mismo; la (mano izquierda) al pueblo capital de Abacachi en igual conformidad; para lo mismo la pierna derecha a los Yungas, y cabecera de Chulumani, y la otra (pierna izquierda) al de Caquiabiri de la de Pacajes, para lo propio y por lo respectivo a los bienes que se han hallado y pueden hallar declárese, se deben confiscar para la Cámara sin perjuicio de tercero, y conforme la naturaleza y calidad de sus delitos de infame, aleve, traidor, sedicioso, asesino y hombre feroz y monstruo de la humanidad en sus inclinaciones y costumbres, abominables y horribles, y por esta sentencia definitivamente. Juzgado así, lo pronuncio, mando y firmo, con expresa condenación de costos que se pagarán inmediatamente al actuario. Francisco Thadeo Diez de Medina” (Roel; 370-371).
1783. Entre febrero y abril, es capturado Diego Cristóbal Túpac Amaru, todos sus familiares cercanos y lejanos son apresados, y asesinados, según sentencia que reproducimos:
            Condenamos a Diego Cristóbal Túpac Amaru, a pena de muerte y la justicia que se manda hacer es, que sea sacado de la cárcel donde se halla preso, arrastrado de la cola de una bestia de alabarda, llevando soga de esparto al pescuezo, atados pies y manos, con voz de pregonero que manifieste su delito: siendo conducido en esta forma por las calles públicas al lugar del suplicio, en el que, junto a la horca estará dispuesta una hoguera con sus grandes tenazas, para que allí, a vista del público, sea atenazado y después colgado por el pescuezo, y ahorcado hasta que muera naturalmente, sin que de allí le quite persona alguna sin nuestra licencia, bajo la misma pena: siendo después descuartizado su cuerpo, llevada la cabeza al pueblo de Tungasuca, un brazo a Lauramarca, el otro (brazo) al pueblo de Carabaya; una pierna a Paucartambo, otra (pierna) a Calca, y el resto del cuerpo puesto en una picota en el camino de la Caja del Agua de esta ciudad, quedando confiscados todos sus bienes para la Cámara de su majestad, y sus casas serán arrasadas y saladas, practicándose esta diligencia por el Corregidor de la provincia de Tinta” (Roel 370).
1814. 18 de octubre. La Real Sala del Crimen de Lima condena a Zela, “a diez años de destierro en el presidio del castillo del Morro de La Habana, para que sirva en las obras de su majestad y públicas, a ración y sin sueldo, cumplidos los cuales no pueda volver al reino del Perú, (bajo) pena de la vida”
1815.  17 de mayo. Mateo Pumacahua es ahorcado en el pueblo de Sicuani (Cusco). Se le cortó la cabeza para ser exhibida en la plaza mayor del Cusco; un brazo se envió a Arequipa y el otro quedó en Sicuani, el resto de su cuerpo se echó a la hoguera.

martes, 10 de mayo de 2011

El Sargento

"No se puede decir que el Sargento era más leal que un perro, porque él no era más que uno de tantos miembros de la familia canina atorrante en el fuerte general Paz.
El Sargento era un perro de la genuina familia de los atorrantes, pero de esos atorrantes militares que no tienen dueño ni reconocen más amo que el cuerpo donde han nacido y se han criado.
Los soldados van desapareciendo por las deserciones, las muertes y las bajas, y otras nuevas plazas van llenando los claros que dejó la ausencia de aquéllos. Pero el perro queda en el cuerpo, compartiendo las fatigas y los peligros con los que lo forman, sin averiguar si son soldados viejos o reclutas de ayer.
Para él todos los soldados son todos iguales, a todos sirve, a todos obedece, y de todos recibe un bocado o un golpe, con la misma conformidad. Recorre todos los fogones como todos los perros de guardia, sin ver en ellos otra cosa que miembros de su regimiento a quienes tiene la obligación de acompañar y proteger. El perro atorrante no sólo es la compañía y el amigo del soldado, sino su protector mismo.

Cuando no hay qué comer y la cosa se hace difícil, él sale a ayudar a los soldados que van a balear el alimento del día, y corre a la liebre, al venado o al piche, hasta traerlo, jadeante y fatigado, y lo pone a los pies del soldado a cuyo lado se sienta, hasta que le dan su ración o se convence de que no le van a dar nada, y en uno como en otro caso, se retira tranquilamente y se acuesta a dormir.
A este género de perros militares y atorrantes pertenecía el Sargento, grado que había alcanzado, desde simple soldado, merced a sus servicios prestados en los diferentes cuerpos que guarnecieron el "Fuerte General Paz".
El Sargento era perro de campamento, y más que de campamento, de la mayoría donde estaba situado el rancho del jefe de la frontera. El había nacido allí, allí se había criado y de allí no había cariño capaz de arrancarlo.

Los regimientos, como los jefes, cambian con frecuencia de residencia, pero el Sargento quedaba allí firme, esperando el nuevo jefe que le deparara la suerte. Cuando más salía a acompañar al regimiento que se ausentaba hasta el primer fortín, donde esperaba al que venía para recibirlo con todos los honores y meneadas de cola del caso. Y acompañaba al nuevo jefe hasta el pobre ranchito enfrente al hospital, como si quisiera enseñarle cuál era su alojamiento allí y dónde podrían hallarlo cada vez que lo necesitaran.
Así el Sargento había venido al lado de Heredia, al lado de Borges y al lado de Lagos, sin reconocer en ellos a un amo, sino a un jefe cuyas credenciales no eran otras para él que verlo instalado en el pobre alojamiento donde había nacido. Entonces el Sargento obedecía a la palabra del nuevo jefe, con un raro empeño, y se constituía en su asistente y centinela de más confianza.

Sargento iba a las cuadras de los nuevos soldados, como para reconocerlos y hacer amistad con ellos; pero regresaba al puesto que él mismo se había señalado, sin que hubiera fuerza suficiente que lo arrancara de allí.
A la noche, sobre todo, el Sargento se instalaba delante de la puerta, y después del toque de silencio no permitía que nadie pasara sino a seis u ocho varas de distancia: y pobre el que intentase avanzar a pesar de sus ladridos. Sólo al oficial de guardia, a quien reconocía cuando se recibía del servicio, permitía la entrada al rancho del jefe de la frontera. Después de éste, la entrada estaba vedada para todos.
El Sargento era un perro de un valor asombroso: no había peligro capaz de arredrarlo, y bastaba una simple amenaza para que acometiera de una manera decisiva.
Su piel renegrida y lustrosa estaba llena de cicatrices tremendas, recibidas todas ellas peleando valientemente contra el enemigo común. El había tomado parte en todos los combates que se habían librado cerca del campamento, y herido casi siempre, se venía al hospital, donde sabía que el cabo de servicio tenía orden de asistirlo como a cualquier soldado del campamento. El Sargento no se movía del hospital hasta no estar bueno, siendo su primera operación ir a visitar al jefe de la frontera como para avisarle que estaba de alta y a su completa disposición.
El
 Sargento conocía perfectamente todos los toques de corneta. El de oraciones lo escuchaba de pie y con un raro recogimiento. Parecía participar de la languidez que invade el espíritu en aquellas horas grandiosas, y del respeto que le comunicaba aquel toque severo en un silencio tan viril y solemne.
Al toque de silencio y junto con la larga y sentida nota que lo termina, el Sargento lanzaba un aullido triste y prolongado, y se instalaba en su puesto de servicio hasta la siguiente diana.
Al toque de carneada, el Sargento era infaltable en el paraje donde ésta se efectuaba. El ayudaba a voltear las reses y participaba de las achuras con una provisión notable. Pero si el toque de carneada sonaba durante sus horas de servicio, aunque hiciera tres días que no comía, no se movía de su puesto.

Muchas veces el coronel lo había tanteado haciendo tocar carneada después de silencio. Pero por más apremiante que fuese el hambre, no había logrado hacerlo mover de su puesto. Eran sus horas de servicio, y no tenía él qué hacer con el resto del campamento.
Tenía como única excepción de su vida, una amistad decidida por el cabo Ledesma. Esta amistad tenía su origen en un bello rasgo del valiente negro. Un día el Sargento había quedado por muerto en el campo de batalla. Se había peleado más de tres horas sin tregua, y el Sargento, después de tomar parte en lo más recio del combate, había caído a su vez acribillado a lanzadas.
Después de terminada la persecución, el cabo Ledesma tuvo una inspiración: tal vez no esté muerto, dijo, y alzándolo en ancas lo trajo al campamento, asistiéndolo prolijamente en el rancho del sargento Carmen.

Un mes después estaba sanado, gracias a los cuidados que se le habían prodigado, y desde entonces cobró por el cabo Ledesma un cariño que no había demostrado jamás por nadie. Lo visitaba en la cuadra, y cuando estaba de servicio lo acompañaba en el cuerpo de guardia durante el día y hasta el toque de silencio. Después de esa hora ya se sabe que no se movía de su puesto.
En cambio allí solía venir a acompañarlo el cabo Ledesma. Pero entonces sucedía una cosa particular: el perro salía a recibir al soldado a unas ocho varas antes de llegar al alojamiento del jefe. Su cariño y su agradecimiento no llegaban hasta hacerle faltar a la consigna que él mismo se había impuesto: no dejar llegar a nadie hasta aquella puerta sagrada.

El día que mataron los indios al cabo Ledesma, fue un día de visible pena para el Sargento. Se acurrucó allí en el alojamiento del jefe, de donde no se movió en cuatro días, al cabo de los cuales empezó a hacer sus visitas al toldo del sargento Carmen, la madre de Ledesma. Un mes después de este día amargo para todo el regimiento, porque el cabo Ledesma era un leal veterano, no se volvió a ver más durante el día al Sargento. Al toque de silencio se le encontraba firme en su puesto de guardia, y al de carneada era infaltable a recoger las achuras. Pero después de esta hora se perdía hasta el toque de silencio, en que volvía a aparecer.
Nadie se había podido explicar dónde pasaba el día. Intrigados por esto, los soldados decidieron seguirlo, y sin que el Sargento lo notara, se pusieron en su seguimiento, penetrando al fin del misterio de sus ausencias. El noble perro pasaba el día sobre la tumba del cabo Ledesma, que había aprendido siguiendo al Sargento Carmen.

viernes, 6 de mayo de 2011

yeni

ola soy yeni y bueno quisiera agradecer a mi querido profesor reymundo hualpa